Manu Galán

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Dos antagonistas te enseñan, con el mal ejemplo, a tener una mejor relación interna.

Tienes una versión en audio bajo estas palabras y, justo a continuación, en texto.

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Te invito a poner caras, formas de andar y acentos en las voces de esta historia.

 

Felipe y Javier son, los dos hermanos pequeños, de una familia de 6.

Se llevan escasos 14 meses.

Los han criado igual.

 

Su padre, hecho a sí mismo, los crio sin piedad.

Su madre, que trabajaba en casa y en la tienda de comestibles, era la eterna ausente.

Demasiado agotada como para mediar.

Demasiado anulada como para oponerse a su marido.

 

Siempre los enfrentaron:

Tu hermano ha sacado mejor nota que tú.

Tu hermano ha ganado el partido.

Tu hermano ha trabajado más en la tienda.

Si tu hermano consigue eso, ¿por qué tú no?

 

Siempre había una comparación.

Siempre uno por encima.

Siempre más dolor para uno de ellos.

 

Bajo estas condiciones, Felipe y Javier, nunca se llevaron bien.

Llegó el momento en el que competían sin que azuzara su padre.

De adolescentes, se hacían putaditas para ajustar cuentas.

Luchaban por chicas a los 20, y a los 30, presumían de trabajo o coche.

 

Llegó el día en el que nacieron sus bebés, casi, al mismo tiempo.

Estos genes también entrarán en la pelea.

Que si el mío es más guapo… que si el mío está más grande…

 

Competición doble:

  1. Ser mejor padre que el otro.

  2. Tener el mejor hijo.

Por este orden.

 

Felipe se parecía más a su padre.

Buscaba más su aprobación, que el esquivo cariño de su madre (que era cosa de Javier).

Educaría a su hijo como lo hizo su padre.

Para eso él “había salido así de bien”.

 

Javier, rechazaba a su padre y a la prolongación de este, su hermano.

Haría justo lo contrario.

No habría tanto palo, sería el padre zanahoria.

 

Al año, los 2 hermanos, pujaban por tener al bebé que supiera caminar primero.

 

Javier (el Zanahoria), apoyaba sus intentos.

Animaba, con voces agudas, todos los esfuerzos.

Vistiendo una sonrisa falsa, de oreja a oreja, aplaudía cada torpe movimiento.

Premiaba, compulsivamente, cualquier avance.

 

Felipe (el Palos), escupía complejas instrucciones (a un bebé que no entendía).

Exhalaba por la nariz como un búfalo desbocado.

No apenaban ni lloros, ni pucheros, ni berrinches.

Decía en tono de burla:

“¡Mari, trae a este niño una silla de ruedas, no parece que pueda andar nunca!”.

Dos cruces en la misma moneda. 

Esto, que espero que te pareciera un poco aberrante, es lo que te haces asiduamente (a ti, sí).

Hay una moneda que gira constantemente.

En la cruz la complacencia y en la otra cruz la exigencia.

 

Que lo has pasado muy mal hoy, te das un premio.

Quieres conseguir algo, te metes un pellizco y te empujas.

 

Que te has pasado de premios: pues toma, un castigo.

Que te has pasado de castigos: pues toma, un premio.

 

Todo tiene su equilibrio:

  • Ni hacer las cosas por una recompensa inmediata.

  • Ni darse nunca una.

  • Ni hacer algo por competir contra fantasmas.

  • Ni desmoronarse en el sillón a la primera de cambio.

 

Ahora, se empieza a entender cómo funcionan las mejores auto-gratificaciones:

Alargando el disfrutar de las recompensas.

Que estos incentivos, no destruyan otro hábito sano.

Que sean proporcionadas e incluyan subir tu auto-imagen.

 

También, se empieza a entender, cómo conseguir avances duraderos:

Pedirte las cosas desde el merecimiento.

Conectar con un porqué más elevado.

Algo que transcienda el chute de dopamina inmediato, pero que te siga ilusionando.

Que esté alineado con tu propósito.

Y, en último término, con la persona que consigue ese propósito.

 

Por hoy, ya he dado mucho valor, si lo sabes interpretar.

 

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